El alma a la luz de la ciencia
A medida que ascendemos por la escalera de evolución, accedemos a estados de conciencia superiores desde los que podemos experimentar otras dimensiones de nosotros mismos y de la realidad. Hasta hace muy poco, ese tipo de experiencias resultaban incomprensibles y misteriosas. En ocasiones, incluso, se habían confundido con estados patológicos y consecuentemente se trataba de locos a quienes hablaban de ello. Hoy sabemos mucho más de la conciencia y podemos referirnos a esas experiencias en términos que satisfacen las exigencias de la ciencia y la razón.
Dijimos que el proceso evolutivo que tenemos por delante ha de ser inteligente y armónico. Se trata de ir mas allá de la lógica adolescente y materialista que domina al mundo, pero no al precio del rigor y la racionalidad que tanto nos ha costado conquistar. Se trata de trascender esa poderosa razón egoica madurando, esto es, creciendo en profundidad, sacándole punta a la inteligencia y afinando la sensibilidad. En este artículo vamos a consultar a algunos de los grandes teóricos de la conciencia para saber qué dicen hoy las ciencias de eso que habitualmente llamamos alma.
Todos entendemos la palabra “alma”, a todos nos sugiere muchas cosas pero, ¿sabemos realmente a qué nos estamos refiriendo? Alma, como corazón, son palabras que apuntan al núcleo mismo de nuestra experiencia. Por trivial que sea el tema al que la asociemos, al hablar del alma, estamos aludiendo a un aspecto muy íntimo y especial. De alguna manera sentimos que el alma es algo así como un puente, un punto de contacto entre el cuerpo y el espíritu. Y tenemos razón, esa certera intuición acerca de la función del alma es lo que hoy nos confirman las ciencias.
La gran mayoría de la humanidad está atorada en el quinto escalón evolutivo –se refiere a la visión racional-; pero, si seguimos creciendo, lo que el proceso evolutivo nos depara es el poder de experimentarnos a nosotros mismos y al mundo desde una perspectiva más amplia y serena. Esa nueva perspectiva es fruto de un determinado nivel de funcionamiento electromagnético del cerebro que hoy podemos medir y verificar por medio de avanzadas tecnologías. El doctor Elmer Green, descubridor del biofeedback, ha logrado descifrar y medir la íntima relación que existe entre el cuerpo y la mente y ha constatado que, mediante el entrenamiento adecuado, una persona es capaz de permanecer en las ondas cerebrales llamadas theta. En ese estado, logra una relajación profunda, un total sosiego emocional y una perfecta lucidez mental. Las ondas theta, dice Green, son el puente que nos permite comunicarnos con propio inconsciente y reprogramarlo; podemos provocar cambios fisiológicos importantes, observarnos con objetividad y desapego e incrementar enormemente nuestras capacidades creativas e inteligentes. Se trata, pues, de aprender a estar quietos ahí, en ese silencio. Porque es como si siempre estuviéramos recibiendo dos señales de radio al mismo tiempo, una fuerte y otra débil, para escuchar la señal mas débil tenemos que disminuir el nivel de la fuerte, explica Green. Entramos en theta, dice, para acallar el ruido de la conciencia ordinaria y escuchar la suave voz del interior.
Esa suave voz, ese sosiego interno, ese pacífico estado de conciencia, hoy está siendo exhaustivamente estudiado en los laboratorios científicos. El alma deja de ser un misterio y se convierte en un concepto claro y cuantificable, en un estado de conciencia que podemos aprender a generar. “Uno no debe creer”, puntualiza Green, “sino investigar hasta que la experiencia nos permita sentir y saber”.
Los grandes sabios, y muy especialmente los poetas, siempre se han referido al alma en ese sentido. Huxley, por ejemplo, que fue un gran visionario, decía: “El alma es una criatura anfibia obligada por las leyes humanas a estar en un cuerpo pero capaz, si lo desea, de elevarse e identificarse con el espíritu y, a través del espíritu, con el fundamento de todo” . Todos hemos tenido alguna vez esa experiencia, especialmente de niños o, quizá de jovencitos, contemplando un atardecer o con el primer beso; esa sensación feliz de sentirnos a la vez muy grandes y muy pequeñitos. Pero, tal vez cualquiera de vosotros, no hace mucho, paseando por el bosque o al contemplar los ojos de un niño. Momentos de una hondura y amplitud inolvidables que nos hacen sentirnos más vivos que nunca, fuera del tiempo y, a la vez, partes integrantes del gran todo. De alguna manera todos sabemos del alma y su, digamos, excelsitud. No creo equivocarme si digo que a todos nos gustaría que esos momentos se prolongaran, que conformaran nuestra actitud ante la vida cotidiana y pudiéramos vivir siempre así. La buena noticia es que podemos aprender a vivir desde el alma, esto es, aprender a vivir en ese estado de conciencia.
Pero además, como también vimos, el alma, ella misma, puede seguir creciendo. La vida y la obra de Santa Teresa, por citar un ejemplo de nuestra cultura, son un hermoso testimonio de lo que podríamos llamar un alma madura; un alma vieja evolutivamente hablando. Santa Teresa, por ejemplo, se refiere al alma como a esa parte de sí misma que cual pequeña mariposita aletea, atraída por una fuerza irresistible, alrededor de la flama de amor divino.”Muero porque no muero”, gime la pobrecilla. Sólo cuando por fin se entrega y es consumida por ese fuego, descubre el gozo de Ser ella misma esa luz. El alma nos conduce irremediablemente a la luz en tanto que es un estado de conciencia que nos permite empezar a vislumbrar quienes somos realmente.
Ahora bien, también sabemos que para alcanzar ese estado de conciencia hemos de ocuparnos primero del capullo en el que estamos encerrados. El capullo es el caparazón del ego. Para dar a luz a la mariposa del alma, el ego, lo mismo que la oruga, ha de volverse sobre sí mismo y observarse en profundidad. La introspección es algo así como un periodo de hibernación. Es imprescindible sumergirse primero en la propia oscuridad a fin de poner orden y hacer limpieza en nuestro mundo interno. Sólo entonces nuestro crecimiento espiritual será saludable y armonioso, una bendición para nosotros y para los demás.
Y la segunda buena noticia es que muchos científicos aseguran que, a medida que más personas consigamos elevar el nivel de conciencia y vibrar en unas ondas cerebrales más armónicas, estaremos contagiando al mundo. Las ondas cerebrales son energía, vibraciones cargadas de información que naturalmente se expanden y difunden. Sheldrake explica que cuando un determinado numero de monos descubren y practican una nueva forma de conducta, por ejemplo, en Australia, debido a esa invisible pero efectiva transmisión de información -la resonancia morfogenética- los monos que habitan en América, de pronto, también lo saben. De la misma manera, cuando un número determinado de personas logremos estabilizar estados de conciencia más pacíficos y luminosos el mundo entero empezará a cambiar.
Ya Dante vaticinaba: “cuantas más almas vibren juntas mayor será la intensidad de su luz y, como un gigantesco espejo, se reflejarán unas a otras”. Ése sería el mundo iluminado que querríamos todos, ¿no? Un mundo en que fuera el alma y no el ego, la que percibiera el mundo. Un mundo en el que todos tuviéramos conciencia de la importancia de la dimensión interna del ser humano y, consecuentemente, avanzáramos en esa dirección.
Dice Peter Russell: “Creo que cuando ahondemos en la naturaleza de la mente, como lo hemos hecho en la materia, descubriremos que la conciencia es el ansiado puente entre la ciencia y el espíritu”. Los grandes genios han dado siempre testimonio de ello. Y hoy la ciencia corrobora que el nivel de conciencia que llamamos alma es realmente un puente entre la ciencia (o la razón tal y como la conocemos) y el espíritu. Escuchemos a Einstein, por ejemplo: “El núcleo de la espiritualidad”, dice, “consiste en llegar a conocer y sentir la existencia como algo que se manifiesta en forma de una sabiduría tan elevada y una belleza tan resplandeciente que nuestras limitadas capacidades sólo pueden comprenderlo de manera muy rudimentaria. En ese sentido, y sólo en ese sentido”, aclara Einstein, “soy una persona profundamente espiritual”. Y ése, y sólo ése, es también el sentido que tiene para la ciencia, la espiritualidad. Espiritual, científicamente hablando, es un estado de conciencia en el que podemos conocer y sentir la vida, con esa veneración, con esa profunda humildad y esa gratitud inmensa.
Físicos, astrónomos, biólogos, médicos, investigadores brillantes y mundialmente reconocidos comparten hoy con nosotros sus experiencias personales en el campo de la conciencia. Nos aportan datos contundentes acerca de sus investigaciones con distintas técnicas meditativas y de control mental, con diferentes yogas y diversas sustancias psicotrópicas, drogas muy conocidas y rigurosamente utilizadas en otras culturas como medios de transformar la conciencia y acceder a otro nivel de percepción. Hoy es un dato científicamente probado lo que Blake, poeta y visionario, nos advirtió “cuando purifiquemos el ojo de la percepción, veremos las cosas tal y como son: infinitas”.
En libros muy gratos y asequibles, estos grandes hombres nos relatan sus aventuras, las curiosas peripecias que los llevaron a interesarse y profundizar, a la par que en el mundo externo, en sí mismos. Ram Das y Peter Rusell, por ejemplo, nos narran sus experiencias en la India, allá por los años sesenta, donde bajo la dirección de distintos maestros espirituales aprendieron a relajarse, a escuchar sus emociones y pacificar sus mentes. Descubrieron, con la meditación, un medio efectivo para acceder a estados de conciencia superiores. Ese descubrimiento los afectó profundamente, cambió por completo el concepto que tenían de si mismos y de la vida. Fue así como se convirtieron en buscadores comprometidos que investigan, con todos los medios a su alcance, las dimensiones del mundo interior. Además de grandes científicos son, como podréis comprobar leyendo sus obras, personas sabias y generosas; deseosas de poner al alcance de todos nosotros sus conocimientos y experiencias.
Hay un consenso claro entre todos ellos acerca de que el bienestar psíquico: la salud espiritual es la consecuencia natural del funcionamiento armónico, pausado y silencioso del propio cerebro. Así lo afirman los neurólogos, los físicos cuánticos, los psicólogos, filósofos y médicos que han podido experimentarlo por sí mismos y que, naturalmente, quieren comunicar sus hallazgos a los demás.
Hoy disponemos, además, de una amplia gama de psicotécnicas -la tecnología de lo sagrado- que nos ayudan en nuestro proceso evolutivo. En el terreno de la psicoterapia, se han recuperado muchas técnicas orientales que nos permiten trabajar directamente con la mente, pero disponemos también de novedosas y certeras técnicas más asequibles y adecuadas para nosotros los occidentales. Son muchas las maneras en que podemos investigar en nuestro interior y tener experiencias, de primera mano, de nuestra propia psique.
Sócrates decía que “para que la psique esté en la luz en lugar de la oscuridad, la mente debe apartar la vista de este mundo hasta que pueda percibir el esplendor supremo que llamamos bien”. Es muy necesario, decía, un arte cuyo propósito sea llevar esto a cabo. Hoy, por fin, ese raro arte cuya finalidad, como decía Sócrates, es enseñarnos a retirar la mente del mundo exterior e introvertirla hasta que pueda ver, por sí misma, el supremo bien es una ciencia al alcance de casi todos.
Sabemos que es importante aportar un poco más de luz a las generaciones más jóvenes y sabemos muy bien que no sirven los discursos; hay que dar testimonio. Las personas mayores tenemos algo importante que hacer con el tiempo de vida que nos queda. Tenemos la preciosa ocasión de convertir nuestro tiempo de ocio en un tiempo sagrado, un tiempo para dedicarnos a cuidar del alma. Un tiempo en el que elevar nuestro nivel de conciencia y enfocar nuestra atención en la dirección correcta.
Para terminar, me gustaría contrastar la visión moderna que la ciencia nos ofrece acerca del desarrollo del potencial humano con la visión milenaria de algunas tradiciones espirituales. Lo que nosotros llamamos ascender por la escalera de la evolución, ellos lo consideran un viaje heroico, el camino del héroe. Es el viaje que emprende una persona cuando se adentra en sí misma en busca de la verdad. Las naciones indígenas de toda América, así como los budistas, consideran guerrero a quien emprende ese camino, vence a todos sus demonios y conquista la paz interior. Veamos, muy brevemente, lo que es un guerrero, por ejemplo, para los tibetanos.
Guerrero, en tibetano, se dice pawo, la traducción literal sería persona valiente, alguien que no tiene miedo. Pero el valor, en este caso, no es producto de controlar los miedos, sino de trascenderlos. Trascender, recordémoslo, quiere decir, superar integrando. Guerrero, para los tibetanos, es aquel ha atravesado su ego y, a lo largo del camino, se ha abrazado a sí mismo. Se conoce perfectamente y, por lo tanto, puede ser auténtico y puede abrirse a los demás. Sabe, porque las siente, las cualidades de cada cosa y no se equivoca. Conoce bien los aspectos vulnerables y tiernos del ser humano, de modo que a su valor y a su coraje se suman la sabiduría y la compasión. El guerrero tibetano se caracteriza por estar impecablemente centrado en su esencia y la esencia del ser humano, para el budismo, es la bondad, la bondad primordial, que dicen ellos. Pero tengamos en cuenta que la bondad, en el budismo, no es distinta de la sabiduría. Se conoce y se siente, como recordemos que decía Einstein. El corazón sin la mente avanza ciego, la mente sin corazón va coja; el alma, volviendo a nuestro lenguaje, es el nexo que los armoniza.
Es fácil entrever que ese viaje heroico que emprenden los guerreros tibetanos, o los toltecas, no es muy distinto, en su meta, del camino del que venimos hablando, del camino que va del ego a la psique, o de la personalidad al alma y del alma a esa inmensidad que llamamos Dios. El nacimiento del alma, en la vida del guerrero, por ejemplo, es descrito como una herida, una apertura tan dolorosa como gozosa, que se experimenta en medio del corazón mismo. La compasión, dicen los budistas, nace de la insondable tristeza y la infinita ternura que caracterizan a un corazón roto, en carne viva. Sólo un corazón abierto y totalmente expuesto nos devuelve la sensibilidad que nos permitirá ser lúcidos y precisos. De un corazón abierto, de una mente clara, brota, naturalmente, el deseo de actuar en el mundo, de trabajar para que todos los seres humanos descubran a su vez su propio corazón.
El lenguaje es distinto, hablan del corazón y no del alma. Pero es fácil intuir que se trata de lo mismo. Llámese alma, corazón o mente, de hecho, cada cultura tiene una terminología propia y es importante respetarla. Pero, en el fondo, nos están diciendo lo mismo. De una manera u otra, si nos adentramos en nosotros mismos, todos podemos recorrer el camino del héroe y convertir nuestras batallitas cotidianas, en una guerra que valga la pena. Un auténtico guerrero y extraordinario pacifista, Mahatma Ghandi, (por cierto, recordemos que mahatma quiere decir alma grande. Grande no se refiere, claro está, al tamaño físico de alma, sino a su edad, es decir, a la dimensión profunda, la apertura y estabilidad de esa conciencia), decía: “los únicos males que hay en el mundo son los que pueblan nuestros corazones. Es ahí donde deberíamos librar todas nuestras batallas”.
Así pues, una vez lo tenemos claro, no queda sino ponerse en camino y ascender la escalera como buenos guerreros.
Autor: Magda Catalá
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